viernes, 16 de noviembre de 2012

La caja de caramelos


Un día se me ocurrió apuntarme a teatro en el colegio. Era tan peliculera que conseguí uno de los personajes principales de la obra sin mayor problema. Casualmente conocí a un vecino gracias a que él también se apuntó. Sería mi sobrino loco encargado de enterrar a los señores que, junto a mi hermana, matábamos con arsénico “por compasión”.

Nació la amistad y junto a ella una serie de situaciones de lo más peculiares. Partiendo de la base de que a su madre no le hacía mucha gracia tener niñas rondando por casa, no me fue en absoluto complicado cubrirme de “gloria”.

El caso es que coincidí varias veces en su casa con su abuelo. Era un señor muy cariñoso y encantador. Me divertía su compañía, así que el día que necesitaron ingresarlo en una residencia por su desbordante creatividad, decidí seguir haciéndole visitas. A veces me reconocía y otras me metía en su batalla de la guerra civil, siempre en el bando bueno, por supuesto.

Un día quise llevarle un regalo. Le compré una caja  preciosa y la llené de chocolates y caramelos. Le expliqué que debía invitar a sus nietos cuando fueran de visita. Le pareció una idea estupenda. Ese día salí pletórica de la residencia porque notaba que le había hecho mucha ilusión el detalle.

Poco tiempo después recibí una llamada de mi compañero:

Él: “hola, ¿has ido a ver a mi abuelo?”
Yo: “Si, fue hace unos días. La verdad es que es un encanto y me gusta visitarlo de vez en cuando”.
Él: “Una lata que hay aquí, ¿se la has traído tu?”
Yo: “¡claro!, ¡le hizo mucha ilusión!”
Él “¡y tanto!. Bueno, hasta luego”

Parece ser que al día siguiente de mi visita, el abuelo amaneció sin dientes y nadie entendía cómo podían haber desaparecido de un día para otro. Preguntaron a las enfermeras, a los médicos y a todo bicho viviente que pasó por la residencia pero no encontraron respuesta. Al final preguntaron a quien debían preguntar: al abuelo.

La madre: “Abuelo, ¿no habrás visto por algún sitio tus dientes?”
El abuelo: “Si claro, están aquí”

El Abuelo se acercó a la mesilla de noche. Abrió el cajón donde guardaba todos y cada uno de sus dientes perfectamente pegados a los caramelos toffee que le regalé para que invitara a sus nietos. Como consecuencia, la madre se acordó de mi en repetidas ocasiones cuando tuvo que comprar una dentadura nueva que le costó un dineral de las antiguas pesetas para que al poco tiempo de ponérsela, el abuelo decidiera marcharse de paseo entre las nubes. Por supuesto, no volví ni a la residencia ni a su casa por miedo a las represalias.

La moraleja de esta historia es que “los abuelos, con el tiempo, se vuelven muy desobedientes”.

Siento haber acabado con su dentadura, pero le agradezco que nos dejara esta última “batalla” que ha sacado más de una carcajada a lo largo de los años. 

Fdo: Katoh

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