Un día se me ocurrió apuntarme a teatro en el colegio. Era
tan peliculera que conseguí uno de los personajes principales de la obra sin
mayor problema. Casualmente conocí a un vecino gracias a que él también se
apuntó. Sería mi sobrino loco encargado de enterrar a los señores que, junto a
mi hermana, matábamos con arsénico “por compasión”.
Nació la amistad y junto a ella una serie de situaciones de
lo más peculiares. Partiendo de la base de que a su madre no le hacía mucha
gracia tener niñas rondando por casa, no me fue en absoluto complicado cubrirme
de “gloria”.
El caso es que coincidí varias veces en su casa con su
abuelo. Era un señor muy cariñoso y encantador. Me divertía su compañía, así
que el día que necesitaron ingresarlo en una residencia por su desbordante
creatividad, decidí seguir haciéndole visitas. A veces me reconocía y otras me
metía en su batalla de la guerra civil, siempre en el bando bueno, por
supuesto.
Un día quise llevarle un regalo. Le compré una caja preciosa y la llené de chocolates y
caramelos. Le expliqué que debía invitar a sus nietos cuando fueran de visita.
Le pareció una idea estupenda. Ese día salí pletórica de la residencia porque
notaba que le había hecho mucha ilusión el detalle.
Poco tiempo después recibí una llamada de mi compañero:
Él: “hola, ¿has ido a ver a mi abuelo?”
Yo: “Si, fue hace unos días. La verdad es que es un encanto
y me gusta visitarlo de vez en cuando”.
Él: “Una lata que hay aquí, ¿se la has traído tu?”
Yo: “¡claro!, ¡le hizo mucha ilusión!”
Él “¡y tanto!. Bueno, hasta luego”
Parece ser que al día siguiente de mi visita, el abuelo
amaneció sin dientes y nadie entendía cómo podían haber desaparecido de un día
para otro. Preguntaron a las enfermeras, a los médicos y a todo bicho viviente
que pasó por la residencia pero no encontraron respuesta. Al final preguntaron a
quien debían preguntar: al abuelo.
La madre: “Abuelo, ¿no habrás visto por algún sitio tus
dientes?”
El abuelo: “Si claro, están aquí”
El Abuelo se acercó a la mesilla de noche. Abrió el cajón
donde guardaba todos y cada uno de sus dientes perfectamente pegados a los
caramelos toffee que le regalé para que invitara a sus nietos. Como
consecuencia, la madre se acordó de mi en repetidas ocasiones cuando tuvo que
comprar una dentadura nueva que le costó un dineral de las antiguas pesetas
para que al poco tiempo de ponérsela, el abuelo decidiera marcharse de paseo
entre las nubes. Por supuesto, no volví ni a la residencia ni a su casa por
miedo a las represalias.
La moraleja de esta historia es que “los abuelos, con el
tiempo, se vuelven muy desobedientes”.
Siento haber acabado con su dentadura, pero le agradezco que
nos dejara esta última “batalla” que ha sacado más de una carcajada a lo largo
de los años.
Fdo: Katoh
Fdo: Katoh
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