Y la Vida la empujó, la obligó a dejar su sitio… y ella se hizo un ovillo en una esquina y lloró.
Cuando sus lágrimas empezaron a secarse
descubrió que no era la única. Vio como la Vida se acercaba a alguien. Notó su miedo, escuchó su silencioso lamento, pero esa persona se levantó de forma elegante y suave. No permitió que la empujaran. Empezó a buscar otra silla, otro sitio.
Observó cómo avanzaba entre la gente, cómo
se detenía y preguntaba o pedía ayuda. La siguió…
Fue entonces cuando descubrió su carga… Ella no podía
caminar porque llevaba un peso tan grande que el esfuerzo era titánico. Culpas,
complejos, obligaciones de otros, inseguridad y mucha tristeza que pesaban en
sus pies como plomos, que la hacían permanecer inmóvil, que la hundían poco a
poco.
Sentada en el suelo empezó a quitar de sus pies, de su
cabeza, de su espalda, de sus brazos aquel armazón que la paralizaba.
Se sentía
mucho mejor, empezó a sonreír. Notó cómo el aire acariciaba su cara, cómo el
sol calentaba su cuerpo. Empezó a escuchar el canto de los pájaros cuando sacó
de sus oídos dos piedras que ignoraba que estuvieran allí.
Consiguió ponerse en pie, dio un primer paso, y luego otro…
Descubrió que su entorno cambiaba.
Volvió a ver a la Vida, que, con un rostro
amable, la invitaba a sentarse en un lugar mejor. Un sitio que le permitía
caminar, soñar, descansar...
Lo entendió… y lo agradeció...
Ana Jover Sanz-Pastor
Ana Jover Sanz-Pastor
No hay comentarios:
Publicar un comentario